El agua es un bien finito.
Afirmar tal cosa no equivale a descubrir América, ni mucho menos. Desde hace años, las autoridades internacionales y organizaciones ecologistas de todo tipo vienen alertando de la progresiva desertificación del planeta, ligada tanto al aumento de habitantes en el planeta, como a los efectos del cambio climático y a la degradación de los suelos. No pretendemos generar alarmas innecesarias, desde luego, pero las previsiones con las que juega la comunidad científica no son especialmente halagüeñas: se vaticina que, en las próximas tres décadas, el calor aumentará, las precipitaciones disminuirán y el acceso a recursos hídricos se tornará cada vez más complicado. Y, como cambiar el rumbo de toda una especie es difícil, lo que sí puede hacerse es comenzar a dar pequeños pasos que contribuyan a ralentizar ese proceso.
El sector agrícola de nuestro país tiene mucho que decir y hacer al respecto. España es el octavo país del mundo, y el segundo de Europa, con mayor huella hídrica, y la agricultura consume el 70% del agua dulce utilizada anualmente. Y, si bien es cierto que las actividades agrarias requieren de abundantes cantidades del preciado líquido para cubrir la demanda con solvencia, existen medidas capaces de reducirlas sensiblemente.
La reutilización del agua es una de ellas.
Una industria, literalmente, “pasada por agua”
Tomemos como ejemplo un melón, una lechuga, un tomate… Cualquiera de las muchas, variadas y siempre deliciosas frutas, verduras y hortalizas que brotan de los campos españoles. Tras la siembra, las labores de riego ya consumen cantidades ingentes de agua. Litros y litros son destinados a garantizar la supervivencia y el adecuado crecimiento de los frutos, en una fase en la que, todo sea dicho, es difícil introducir mecanismo de ahorro.
Pasados los meses de germinación y crecimiento, con los productos ya maduros y listos para la recogida, llega el momento de la recolección, procesamiento y distribución. Es lo que se conoce como postcosecha, y es el eslabón de la cadena en el que, efectivamente, el uso desmedido de agua es casi tan habitual como evitable.
Así, tras ser recogidas, las piezas son sometidas, por regla general (pueden existir pequeñas variaciones de unas explotaciones agrarias a otras), a tres fases de lavado. En la primera de ellas, los vegetales son arrojados a enormes piscinas de agua, en las que desaparecerán tanto la tierra acumulada como los restos de fertilizantes y pesticidas.
Terminado este primer baño, da comienzo la segunda fase, que ostenta el dudoso honor de ser en la que más agua se derrocha: sumergir los productos en una nueva piscina que, en este caso, contiene una mezcla de agua y algún desinfectante químico (habitualmente cloro). El objetivo de este lavado no es otro que acabar con las bacterias naturales que todo fruto presenta, y que, a la postre, son las causantes de su progresiva putrefacción. Con ello se pretende alargar la vida útil de los alimentos, a fin de que sobrevivan hasta, al menos, llegar a los puntos de venta.
El gran hándicap de este paso es, como resulta fácil comprender, el componente químico. De entrada, su mera presencia ya convierte el contenido de dicha piscina en un líquido no reutilizable, imposible de ser aprovechado para ninguna otra actividad. Y no sólo eso; su poder desinfectante merma deprisa lavado tras lavado, lo que obliga a los agricultores a vaciar la piscina cada poco tiempo, teniendo que rellenarla de nuevo con la mezcla. ¿La consecuencia? Miles y miles de litros de agua gastados, químicos en cauces y suelos, y pérdidas de productividad cada vez que la cadena ha de detenerse para las labores de relleno.
Llegamos al tercer y último peldaño de este proceso de higienización. Esas frutas, verduras y hortalizas pasan por una especie de “duchas” de gran tamaño, a fin de que ese flujo constante de agua limpia arrastre las trazas de desinfectante químico. Se pretende con ello prevenir intoxicaciones y malos sabores, y dejar los productos listos para su procesamiento, envasado y distribución.
La reutilización del agua como clave del ahorro
Para los profesionales del campo, no poder reutilizar el agua de la segunda fase del lavado es un auténtico quebradero de cabeza. Por sí solo, ese hecho provoca un aumento de las facturas que orbita alrededor de lo millonario; y no sólo por el agua imposible de reaprovechar, sino, muy especialmente, por el tiempo perdido.
Desde hace años, el sector agrícola reclama soluciones que, siendo eficaces en la desinfección de los frutos, no impliquen semejante gasto hídrico, temporal y monetario. Por desgracia, durante mucho tiempo ha sido prácticamente imposible encontrar un punto de equilibrio. Desinfectantes químicos capaces de prolongar su efecto durante largo tiempo resultan, sin embargo, mucho más nocivos para el medio ambiente (en ocasiones, incluso para los propios alimentos), y exigen una abundante inversión en tratamiento para la gestión de esa agua, que no puede ser devuelta a los cauces directamente.
Una palabra ha rondado la cabeza de los agricultores durante años. El término que podría dar solución a este problema que, lejos de ser sólo suyo, atañe al conjunto del planeta: reutilización.
Y, gracias al progreso tecnológico, esa petición por fin ha sido atendida.
Dos pasos en uno: menos agua, más dinero
En los cuatro años transcurridos desde su creación, la tecnología ActivH2O ha evolucionado, se ha desarrollado y ha alcanzado un grado de desinfección óptimo para la eliminación de cualquier virus o bacteria presentes, ya sea en el propio líquido o en aquellas superficies que sean lavadas con el agua tratada en nuestros equipos.
La clave, como tantas veces hemos explicado (y hemos patentado), radica en el oxidante natural que genera la electrólisis no salina a la que recurrimos, el cual persiste en el agua durante varias semanas. Además, el poder desinfectante que dicho oxidante aporta al agua es regulable, lo que permite adaptarla a los diferentes usos que de ella se vayan a hacer, desde su uso como sustitutivo de los químicos hasta su empleo en las duchas al final de cada proceso de postcosecha. Y no se trata de una invención publicitaria; laboratorios y clientes pueden corroborar nuestra capacidad.
Por supuesto, la gran pregunta que puede formularse en este momento es… ¿Qué hacer cuando el poder desinfectante de esa agua disminuya con el paso de varios lotes de alimentos? ¿Rescatar el aborrecido vaciado y relleno periódico de las piscinas, tal vez? La respuesta, tan tajante como sincera, es NO. Al tratarse sólo de agua, sin ningún aditivo químico que modifique su pH o sus cualidades naturales, ese líquido puede permanecer en recirculación, pasando por nuestros equipos una y otra vez. De ese modo, por utilizar una analogía sencilla, el oxidante natural se “recarga” constantemente, permaneciendo siempre en su nivel óptimo, dependiendo de las necesidades y exigencias de cada cliente.
Querer es poder, como tantas veces ha quedado probado a lo largo de la Historia. El mundo agrícola quería un cambio…
Nosotros hemos podido crearlo.
Fuentes: